Por Marisol Bowen
El día de la madre según su origen contemporáneo, es una
celebración réplica importada de Estados Unidos. Al igual que otras
celebraciones. La fecha varía de acuerdo a cada país. En Ecuador, por ejemplo,
es el segundo domingo de mayo. Bien claro y estipulado como para no perderse.
En tanto que en su origen anacrónico, nos remontamos a la
antigua Grecia, donde Rea, la madre de los Dioses Zeus, Poseidón y Hades,
recibía honores. Mientras que en el campo religioso, los católicos tomaron esta
celebración para honrar a la madre de Jesús, la virgen María, declarándola cada
año como la madre de todos los católicos.
Después de todo un proceso histórico de eventos en torno a la
alusiva fecha, el entonces presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson,
declaró oficialmente el Día de la madre en 1914.
Inicio este articulo virtual, repasando lacónicamente la
historia de esta fecha. Una fecha que tiene como regla, ser el día en que los
hijos aman y las madres somos felices; una regla que no siempre mantiene su
verticalidad, porque suele ser un árbol torcido en mitad de la inmensa
vegetación de las realidades. En otras palabras, no todos los hijos aman, ni
ese día ni nunca y no todas las madres son felices.
Es necesario acotar que esta no es una contextualización
exclusiva de los hijos, muchas veces cuervos listos para sacarle a la madre los
ojos. Sino también de madres que, por extrañas razones, carecen de esa
maravillosa naturaleza.
Yo que soy madre, tomo en consideración que la palabra “bendición”
según la RAE significa “la protección de Dios y su espíritu santificador sobre
una persona”, es decir, sanación, calma y paz y en su máxima expresión. Por eso
me pregunto ¿a qué iluminado se le ocurrió decir que los hijos son una
bendición? Antes que me caigan a pedradas, es necesario explicar las
razones de mi pregunta, y para empezar, nada mejor que un viejo proverbio a
modo de sentencia, “Desde que pariste, no comiste ni dormiste”
Primero que, más allá de los dulces vídeos y las tiernas
fotos de un vientre en gestación, está la realidad que vivimos con ese vientre
cada vez más grande, el dolor en la espalda, las náuseas constantes y
finalmente el parto, que bien se apega al castigo bíblico “Parirás con dolor”,
¡y vaya que fue muy cierto!. Créanme que nada se asemeja a tal dolor. Ahora no
me vengan con los cólicos renales por calculitos pendejos - que también los he
tenido - ese es solo comparable con el dolor del primer centímetro de
dilatación ¡y son diez!
Luego el bisturí cortando la carne sin anestesia para que
salga el bebé, porque aunque la usaran no serviría de nada. Horas y días
interminables del más terrible sufrimiento, eso en el caso del parto normal,
porque la cesárea aunque no tenga martirio igual, tiene un sufrimiento
posterior que también es sufrimiento. Lo magnifico e inexplicable de todo esto, es que luego de
haber sobrevivido a la hazaña más cruel de la naturaleza; aun con el corazón en
la garganta, lágrimas en el rostro y dolor en todos los huesos; tenemos las
fuerzas para tomar ese pequeño ser en nuestros brazos ¡y darle un beso! El
primer beso, el que nos ata al cordón umbilical ¡De por vida!
Posteriormente llegan las noches infinitas de desvelo, los paseos por
la casa a las tres de la mañana hasta que se duerma, nuestra cara pegada de la
cuna con el miedo aterrador de que no respire, las gripes y esos transparentes
moquitos que nos matan de nervios, las fiebres que nunca faltan y los pañitos
de agua fría toda la noche. Luego, con un luego no tan lejano, vienen los
besitos sanadores de mamá en las rodillas raspadas y el “sana sana colita de
rana” en los chichones. Todo un viacrucis interminable, hasta que llega la
adolescencia, ¡Ah ya crecieron!, le murmuramos con esperanza a nuestro iluso
interior, sin imaginar que lo peor está por empezar. Ahora iniciamos una batalla contra la rebeldía absurda del
que aún se ensucia la espalda cuando va al baño, pero que cree saberlo todo; y
la pelea a plomo y sangre con los “amigos” descarriados que nos roban la paz y
a nuestros hijos. El susto del primer tatuaje y el piercing horroroso. Los
paseos del colegio donde por primera vez los dejamos solos - para que no se
burlen sus compañeros - y nos quedamos mirando a nuestra pobre alma colgando de
un hilo, devorándonos las uñas frente al reloj, mientras ellos se broncean.
Después superan la pubertad y respiramos a bocanadas el
oxígeno que tantos nos hacía falta, pensando haber vencido, otra vez ¡Ah ya
crecieron!, le murmuramos con esperanza a nuestro iluso interior, sin imaginar
que lo peor está por empezar.
Luego, con un luego no tan lejano, se van de casa, ya sea
porque se quieren ir, porque se casan o porque van a la universidad. De
cualquier forma empezamos otro tormento; no hay un solo día que nos sentemos en
torno a la mesa y antes de disfrutar la primera cucharada de comida, no nos
preguntemos ¿ya habrá comido?, ¿tendrá hambre?, y comemos por vivir. Nuestra
vida ya no es vida, pasamos a ser almas en pena ¡pero vivas!
No hay una sola noche que antes de cerrar los ojos no
pensemos en que quizás tiene frío y no estamos ahí para arroparlos mientras
duermen. Tragamos grueso, apretamos los ojos para no llorar y oramos, porque
esto es algo que realmente aprendimos el día que nacieron. Al día siguiente continúa el tormento. Nos imaginamos el
tráfico, los irresponsables al volante y a nuestros hijos cruzando la calle.
Nos imaginamos a los delincuentes frente a nuestros pequeños adultos, armados
cual Rambo hasta los dientes y apuntando su arsenal para robarles la mochila,
el celular ¡o nuestras propias vidas!
Todo en una selva de cemento, donde están
ellos, vulnerables ante el mundo cruel del que no pudimos salvarlos; y volvemos
a orar temblando, con un miedo que inventamos, que imaginamos y que habita
perpetuo en el alma. Miedo de todo, miedo de todos, un miedo aterrador que con
todos sus clavos y látigos, nos ha crucificado al mismísimo Jesús en la boca. Lo único que vencimos en esta ruta maternal incomprendida,
fueron las palabras más absurdas del mundo, “No lo sobreprotejas”, ¿Acaso hay
cómo?, “Ya están grandes”, ¡Por Dios!, como pueden decirle eso a una madre a la
que su hijo de 1.80 ¡todavía le cabe entre los brazos! Así entendemos, a punta de palo y piedra, que no importan
los años que pasen, si hay algo que una madre no podrá exclamar jamás es ¡Ah ya
crecieron!
En ese infinito mundo de constantes sufrimientos estamos
nosotras, firmes y rudas como nadie; las que aparentamos ser más débiles que
una hoja al viento, pero que somos capaces de matar por un hijo de ser
necesario y con las torturas más crueles e inimaginables, las que aguantamos
más allá de lo que el cuerpo puede, hasta de forma sobrehumana. Recuerdo con
esto, la historia de una mujer que levanto un auto con sus propias manos, para
sacar a su hijo de entre las ruedas. Una historia real que inspiró al dibujante
Jack Kirby a crear, en 1962, al famoso Hulk. Un acto al que él llamó
“Desesperación”, pero que realmente se llama ¡Amor!. Tenía que ser hombre, para
equivocarse tan feo.
En todo caso, ahí estamos nosotras, las que sacamos nuestra
fuerza desde las entrañas, las que perdonamos aun sabiendo que deberemos
repetir el perdón una y mil veces, porque aprendimos a orar, pero no aprendimos
jamás a vivir sin ellos, nuestros hijos. Sin importar lo que hagan y aunque los
castiguemos, en el fondo de nuestro corazón ¡Ellos siempre serán inocentes!,
porque nuestra misión no es juzgarlos ¡sino a salvarlos!
De ahí que tal amor no tenga parangones, no hay abecedario
que lo alcance, ni palabras que lo describan; por eso en las medidas del amor,
cuando un mujer pierde a su esposo es viuda, cuando un hijo pierde a su madre
es huérfano, pero ¿Cómo se llama a una madre que pierde a su hijo?, ese dolor
es solo como su amor ¡Y no tiene nombre! Es ese dolor el que nos aterra cada día y con el que
dormimos y despertamos. Usted quizás se ha preguntado, ¿porque el surco en el
medio de la frente de su madre, es la primera arruga que aparece?, no es una
arruga, es la huella que dejaron sus manos ¡De tanto rezar!
¿Dónde está la bendición entonces? Está ahí, justo en
frente. Durmiendo en sobresalto, pegada a las rejas de una cárcel para
regalarle un beso a su hijo preso, preparando la lonchera, enferma pero en pie,
batallando cada día, llorando a escondidas, preparando la cena, tendiendo las
camas, lavando la ropa, durmiendo a los niños, limpiando la casa, corriendo al
trabajo o caminando lento en su casa vacía; la bendición está siempre ahí, casi
invisible, imperceptible y muchas veces olvidada, pero está. Porque señores, si
hay una bendición, ¡Esa es la madre!
Aquí estoy yo, madre también en estas letras. Rompiendo
paradigmas, diciendo la verdad que muchas callan ¡Por miedo a otra condena sin
juicio! Porque no fuimos bendecidas, ¡no señores!, fuimos condenadas
hasta el fin de nuestros días, ¡Al amor más grande del mundo!
¡Dedicado a todas las madres que morimos amando!
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