martes, 16 de mayo de 2017

La madre y su condena sin juicio

Por Marisol Bowen

Escritora y cantautora

El día de la madre según su origen contemporáneo, es una celebración réplica importada de Estados Unidos. Al igual que otras celebraciones. La fecha varía de acuerdo a cada país. En Ecuador, por ejemplo, es el segundo domingo de mayo. Bien claro y estipulado como para no perderse.

En tanto que en su origen anacrónico, nos remontamos a la antigua Grecia, donde Rea, la madre de los Dioses Zeus, Poseidón y Hades, recibía honores. Mientras que en el campo religioso, los católicos tomaron esta celebración para honrar a la madre de Jesús, la virgen María, declarándola cada año como la madre de todos los católicos.


Después de todo un proceso histórico de eventos en torno a la alusiva fecha, el entonces presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, declaró oficialmente el Día de la madre en 1914.
Inicio este articulo virtual, repasando lacónicamente la historia de esta fecha. Una fecha que tiene como regla, ser el día en que los hijos aman y las madres somos felices; una regla que no siempre mantiene su verticalidad, porque suele ser un árbol torcido en mitad de la inmensa vegetación de las realidades. En otras palabras, no todos los hijos aman, ni ese día ni nunca y no todas las madres son felices.

Es necesario acotar que esta no es una contextualización exclusiva de los hijos, muchas veces cuervos listos para sacarle a la madre los ojos. Sino también de madres que, por extrañas razones, carecen de esa maravillosa naturaleza.

Yo que soy madre, tomo en consideración que la palabra “bendición” según la RAE significa “la protección de Dios y su espíritu santificador sobre una persona”, es decir, sanación, calma y paz y en su máxima expresión. Por eso me pregunto ¿a qué iluminado se le ocurrió decir que los hijos son una bendición? Antes que me caigan a pedradas, es necesario explicar las razones de mi pregunta, y para empezar, nada mejor que un viejo proverbio a modo de sentencia, “Desde que pariste, no comiste ni dormiste”

Primero que, más allá de los dulces vídeos y las tiernas fotos de un vientre en gestación, está la realidad que vivimos con ese vientre cada vez más grande, el dolor en la espalda, las náuseas constantes y finalmente el parto, que bien se apega al castigo bíblico “Parirás con dolor”, ¡y vaya que fue muy cierto!. Créanme que nada se asemeja a tal dolor. Ahora no me vengan con los cólicos renales por calculitos pendejos - que también los he tenido - ese es solo comparable con el dolor del primer centímetro de dilatación ¡y son diez!

Luego el bisturí cortando la carne sin anestesia para que salga el bebé, porque aunque la usaran no serviría de nada. Horas y días interminables del más terrible sufrimiento, eso en el caso del parto normal, porque la cesárea aunque no tenga martirio igual, tiene un sufrimiento posterior que también es sufrimiento. Lo magnifico e inexplicable de todo esto, es que luego de haber sobrevivido a la hazaña más cruel de la naturaleza; aun con el corazón en la garganta, lágrimas en el rostro y dolor en todos los huesos; tenemos las fuerzas para tomar ese pequeño ser en nuestros brazos ¡y darle un beso! El primer beso, el que nos ata al cordón umbilical ¡De por vida!

Posteriormente llegan las noches infinitas de desvelo, los paseos por la casa a las tres de la mañana hasta que se duerma, nuestra cara pegada de la cuna con el miedo aterrador de que no respire, las gripes y esos transparentes moquitos que nos matan de nervios, las fiebres que nunca faltan y los pañitos de agua fría toda la noche. Luego, con un luego no tan lejano, vienen los besitos sanadores de mamá en las rodillas raspadas y el “sana sana colita de rana” en los chichones. Todo un viacrucis interminable, hasta que llega la adolescencia, ¡Ah ya crecieron!, le murmuramos con esperanza a nuestro iluso interior, sin imaginar que lo peor está por empezar. Ahora iniciamos una batalla contra la rebeldía absurda del que aún se ensucia la espalda cuando va al baño, pero que cree saberlo todo; y la pelea a plomo y sangre con los “amigos” descarriados que nos roban la paz y a nuestros hijos. El susto del primer tatuaje y el piercing horroroso. Los paseos del colegio donde por primera vez los dejamos solos - para que no se burlen sus compañeros - y nos quedamos mirando a nuestra pobre alma colgando de un hilo, devorándonos las uñas frente al reloj, mientras ellos se broncean.

Después superan la pubertad y respiramos a bocanadas el oxígeno que tantos nos hacía falta, pensando haber vencido, otra vez ¡Ah ya crecieron!, le murmuramos con esperanza a nuestro iluso interior, sin imaginar que lo peor está por empezar.

Luego, con un luego no tan lejano, se van de casa, ya sea porque se quieren ir, porque se casan o porque van a la universidad. De cualquier forma empezamos otro tormento; no hay un solo día que nos sentemos en torno a la mesa y antes de disfrutar la primera cucharada de comida, no nos preguntemos ¿ya habrá comido?, ¿tendrá hambre?, y comemos por vivir. Nuestra vida ya no es vida, pasamos a ser almas en pena ¡pero vivas! 

No hay una sola noche que antes de cerrar los ojos no pensemos en que quizás tiene frío y no estamos ahí para arroparlos mientras duermen. Tragamos grueso, apretamos los ojos para no llorar y oramos, porque esto es algo que realmente aprendimos el día que nacieron. Al día siguiente continúa el tormento. Nos imaginamos el tráfico, los irresponsables al volante y a nuestros hijos cruzando la calle. Nos imaginamos a los delincuentes frente a nuestros pequeños adultos, armados cual Rambo hasta los dientes y apuntando su arsenal para robarles la mochila, el celular ¡o nuestras propias vidas! 

Todo en una selva de cemento, donde están ellos, vulnerables ante el mundo cruel del que no pudimos salvarlos; y volvemos a orar temblando, con un miedo que inventamos, que imaginamos y que habita perpetuo en el alma. Miedo de todo, miedo de todos, un miedo aterrador que con todos sus clavos y látigos, nos ha crucificado al mismísimo Jesús en la boca. Lo único que vencimos en esta ruta maternal incomprendida, fueron las palabras más absurdas del mundo, “No lo sobreprotejas”, ¿Acaso hay cómo?, “Ya están grandes”, ¡Por Dios!, como pueden decirle eso a una madre a la que su hijo de 1.80 ¡todavía le cabe entre los brazos! Así entendemos, a punta de palo y piedra, que no importan los años que pasen, si hay algo que una madre no podrá exclamar jamás es ¡Ah ya crecieron!

En ese infinito mundo de constantes sufrimientos estamos nosotras, firmes y rudas como nadie; las que aparentamos ser más débiles que una hoja al viento, pero que somos capaces de matar por un hijo de ser necesario y con las torturas más crueles e inimaginables, las que aguantamos más allá de lo que el cuerpo puede, hasta de forma sobrehumana. Recuerdo con esto, la historia de una mujer que levanto un auto con sus propias manos, para sacar a su hijo de entre las ruedas. Una historia real que inspiró al dibujante Jack Kirby a crear, en 1962, al famoso Hulk. Un acto al que él llamó “Desesperación”, pero que realmente se llama ¡Amor!. Tenía que ser hombre, para equivocarse tan feo.

En todo caso, ahí estamos nosotras, las que sacamos nuestra fuerza desde las entrañas, las que perdonamos aun sabiendo que deberemos repetir el perdón una y mil veces, porque aprendimos a orar, pero no aprendimos jamás a vivir sin ellos, nuestros hijos. Sin importar lo que hagan y aunque los castiguemos, en el fondo de nuestro corazón ¡Ellos siempre serán inocentes!, porque nuestra misión no es juzgarlos ¡sino a salvarlos!

De ahí que tal amor no tenga parangones, no hay abecedario que lo alcance, ni palabras que lo describan; por eso en las medidas del amor, cuando un mujer pierde a su esposo es viuda, cuando un hijo pierde a su madre es huérfano, pero ¿Cómo se llama a una madre que pierde a su hijo?, ese dolor es solo como su amor ¡Y no tiene nombre! Es ese dolor el que nos aterra cada día y con el que dormimos y despertamos. Usted quizás se ha preguntado, ¿porque el surco en el medio de la frente de su madre, es la primera arruga que aparece?, no es una arruga, es la huella que dejaron sus manos ¡De tanto rezar!

¿Dónde está la bendición entonces? Está ahí, justo en frente. Durmiendo en sobresalto, pegada a las rejas de una cárcel para regalarle un beso a su hijo preso, preparando la lonchera, enferma pero en pie, batallando cada día, llorando a escondidas, preparando la cena, tendiendo las camas, lavando la ropa, durmiendo a los niños, limpiando la casa, corriendo al trabajo o caminando lento en su casa vacía; la bendición está siempre ahí, casi invisible, imperceptible y muchas veces olvidada, pero está. Porque señores, si hay una bendición, ¡Esa es la madre!

Aquí estoy yo, madre también en estas letras. Rompiendo paradigmas, diciendo la verdad que muchas callan ¡Por miedo a otra condena sin juicio! Porque no fuimos bendecidas, ¡no señores!, fuimos condenadas hasta el fin de nuestros días, ¡Al amor más grande del mundo!

¡Dedicado a todas las madres que morimos amando!

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